El Arte y La Civilización

Por: Anacleto González Flores

Discurso pronunciado en la fiesta celebrada para conmemorar la fundación del Centro literario “Manuel Gutiérrez Nájera”.

Yo, como vosotros, formo parte de esa caravana inmensa que se llama humanidad y que cruza todos los senderos a través del desierto dilatado de la vida; y yo también como vosotros, tal vez sin quererlo y de todas maneras sin pensarlo, he tenido que encontrarme frente a frente de ese esplendor magnífico y de ese pulimento admirable que la mano del hombre ha sabido poner en la cumbre y en la hondonada, en la llanura y en el torrente, en el bloque duro y fuerte de granito y en el barro frágil y deleznable. Y yo, profundamente asombrado, he visto la materia transformada con las irradiaciones que despide la frente del genio, la he oído gemir desoladamente aprisionada por el brazo del hombre y la he oído llorar tristísimamente su caída, desde que al pensamiento le fueron revelados todos los secretos y desde que la idea pronuncio el Fiat Lux sobre el caos entenebrecido. Yo, enmudecidos los labios de asombro, he contemplado las erecciones soberbiamente magníficas del pensador, de ese ser que ha consagrado y consagra sus energías a luchar contra el poder del arcano; y ese empeño tenaz, ese afán inacabable de analizarlo todo, de removerlo todo, de escudriñarlo todo y de iluminarlo todo; ese hacinamiento de sistemas, de principios y de verdades me han hecho creer que hasta cierto punto las generaciones tienen motivo para enorgullecerse y creerse grandes. He leído, en fin, la palabra del filósofo, del moralista, del historiador y del legislador; y ante esa lucha titánica sostenida entre la verdad y el error y entre el bien y el mal, después de saludar respetuosamente a los buenos y de lanzar un anatema sobre los malvados, no he podido menos que admirar lo mucho que puede el espíritu humano.

¡Ah! Pero yo no sólo he tenido que hallarme delante de las conquistas realizadas sobre la materia, de los triunfos de la idea y de las victorias del deber, no: allá a lo lejos, con los ojos apagados por la ceguera pero siempre vueltos hacia la inmensidad de los cielos, un poeta cantando cruza la Grecia, cuna de los artistas y de los filósofos; todos los hogares quedan vacíos; los niños, los ancianos, las mujeres y los guerreros corren a agruparse en tomo de aquel ciego que lleva en su derredor todas las sombras y apenas una chispa de luz dentro de su alma: las estrofas que se escapan de sus labios cansados vibran unas veces desoladas como una queja, otras terribles como el rugido del huracán y luego suave, muy suavemente como el último, cantar que entonan las aves al caer la noche en tomo de las frondas.

No lejos de allí, en el país del cielo azul y espléndido, Italia, un joven, que si hubiera vivido en la época pagana habría sido elevado a la categoría de dios, pues fue llamado el divino, tomó un pergamino, puso en él unos cuantos trazos, unos cuantos matices, unas cuantas líneas: ¡oh! y en aquellas pinturas rebozaba la vida, y la fama tomó el nombre de Rafael y lo llevó a todos los puntos de la tierra. Casi allí mismo, otro artista tomó un trozo de mármol, puso en él su pensamiento, su genio, casi su alma, casi su vida; aquel mármol parecía respirar… y la gloria coronó la frente de Miguel Ángel.

Y bien: los cantos de aquel ciego han cruzado todos los desiertos, todas las soledades, todos los mares; las pinturas de Rafael y las estatuas de Miguel Ángel se han multiplicado como las arenas de la playa; pero ¿qué relación, qué puntos de contacto pueden señalarse entre aquellos cantos y la civilización, entre aquellos delineamientos y la idea, entre aquellos matices y el pensamiento?

¡Cómo acude fuertemente en estos instantes a mi memoria aquel pasaje en que Platón propone enérgicamente que los poetas sean expulsados de las ciudades, si bien después de haberlos coronado de rosas como un homenaje a su inspiración! Y cómo acuden también a mis labios estas preguntas: ¿Qué hará de los artistas la civilización? ¿Deberá cerrarles las puertas de las grandes y de las pequeñas ciudades? ¿Deberá interponerse como un muro impenetrable entre ellos y la humanidad? ¿Qué puede esperar y qué puede temer de los artistas la civilización?

Yo, que como vosotros formo parte de esa caravana inmensa que se llama humanidad y que cruza todos los senderos, he querido deteneros un instante en el desierto de la vida, para fijar el influjo del bello arte en la civilización y determinar el papel que en ella les corresponde a los artistas.

Esperando que me prestaréis vuestra atención y me favoreceréis con vuestra benevolencia, no por mí, sino por la importancia trascendental de la cuestión, empezaré por establecer el principio siguiente: entre los elementos civilizadores más poderosos se encuentra el bello arte en todas sus manifestaciones.

No hace mucho tiempo, en una ocasión tan solemne como ésta se escapó de mis labios la siguiente afirmación: la civilización no es más que la verdad aplicada hasta en sus últimas consecuencias a la vida del género humano. ¡Oh! Sí; ayer, cuando el hombre en épocas y en regiones envueltas en el caos de la barbarie, semidesnudo y en posesión apenas de los principios rudimentarios del progreso, inmensamente desolado, profundamente pensativo e incomparablemente triste, se reclinaba en las quebraduras de una roca para contemplar el espectáculo soberbio y avasallador de las fuerzas y de las locuras de la naturaleza y para sentir el peso abrumador de su impotencia, todos los elementos y todas las cosas se alzaban llenas de orgullo y quizá de lástima y de compasión ante aquel diminuto pigmeo que se hallaba delante de lo que al parecer era lo definitivamente inescrutable, lo definitivamente invencible, lo definitivamente indomable. Y era aquí el ímpetu loco, ciego y desbordado del torrente precipitándose y arrollándolo todo; era allí el enorme peñasco arrancado por el alud y cayendo en la obscuridad del abismo; era allá a lo lejos la extensión arenosa, dilatada y encendida del desierto; era acá el agua alborotada del mar poseída del vértigo, azotando furiosamente las arenas de la costa y haciendo oír a grandes distancias su grito inmensamente clamoroso y ensordecedor; era arriba la cerrazón de los cielos, la tormenta desencadenada y la tempestad abrumando la tierra; era abajo la furia del huracán, el temblor de la catástrofe y la conmoción del cataclismo; era en las alturas la inmensidad azulada y transparente, pero muda y silenciosa; era en las profundidades la penumbra de los crepúsculos cargados de desolación y de tristeza; era, en fin, la materia con toda su fuerza y todo su poder, frente a frente de la debilidad en medio de su impotencia y su pequeñez.

Ayer todavía, cuando el pensamiento humano era tan sólo un átomo encendido que revoloteaba en el cerebro y que giraba en torno de lo inexplorado y de lo desconocido, sin poder iluminar con sus fulgores las profundidades del abismo ni encender con sus irradiaciones las lejanías, alrededor de cada hecho, de cada suceso y de cada cosa se agrupaban en número incontable los enigmas, como alrededor de cada cumbre y de cada fronda se dan cita todas las sombras en el instante hondamente doloroso del debilitamiento y de la caída del rey de los astros. Y era entonces el gesto impenetrable de la esfinge el delineamiento más fuerte entre todos los que formaban la fisonomía de los hechos y de las cosas, y el que primeramente se pintaba en la retina, cuando el espíritu cargado de sombras y abrumado por el peso enorme de la ignorancia, abría su pupila ávida de fulgores y repetía desoladamente la frase del poeta alemán: “luz, más luz”.

Ayer también, cuando el derecho se había replegado en sí mismo para reconcentrarse en un solo punto, en una sola voluntad, en un solo hombre, para dejar sin personalidad a las tres cuartas partes del género humano, dar lugar a que fueran creadas la tiranía y el despotismo y el deber se convirtiera en una palabra sin sentido, en tomo de cada conquistador se alzaba un grupo incontable de vencidos, alrededor de cada trono una turba inmensa de aduladores y a los pies de cada magnate una muchedumbre de esclavos. Y fue entonces cuando la concepción del genio se puso de parte de la nulificación del derecho, y por tanto, de la supresión del deber y cuando la fisonomía de las generaciones pudo ser perfectamente delineada con aquéllas palabras de Epicúreo: “coronémonos de rosas hoy, porque mañana moriremos”; o con aquellas otras que pronunció Marco Bruto que, después de haber hundido su puñal en la mitad del corazón de Julio César y de haber visto dispersarse sus legiones en los campos de Filipos, se echó sobre la punta de su espada lanzando esta frase que es una maldición: “Oh virtud, eres una palabra vacía”.

Sobre la vasta extensión de la tierra vivía el hombre, vivían las generaciones, vivían los reyes, vivían los pueblos, vivía, en fin, el género humano; pero no vivía la verdad, y por esto la ignorancia, el error, el crimen, la tiranía y el despotismo se habían extendido por todos los puntos cardinales.

Pero llegó Un día, día mil veces bendito, en que el pensamiento humano, en que aquel átomo encendido que en vano revoloteaba en el cerebro y giraba en tomo de lo inexplorado y de lo desconocido se puso en contacto con el luminar esplendoroso de la verdad y recibió todo su poder, toda su fuerza, todo su calor, toda su lumbre, toda su luz… Y fue entonces cuando frente a frente del huracán se alzó la enhiesta torre, según la brillante expresión de Bécquer, para desafiar su poder; cuando a pesar de la furia del océano, un trozo de hierro pulido por la mano del hombre avanzó orgullosa y gallardamente sobre las olas desgreñando la melena revuelta y alborotada del mar; fue entonces cuando la inmensidad azulada y transparente, la lejanía desconocida y la profundidad del abismo contestaron la pregunta hecha por la palabra del genio; los esclavos pasaron a la categoría de hombres libres, la virtud fue creída y practicada, la igualdad se abrió paso, los déspotas temblaron, la tiranía enmudeció…

Sobre la vasta extensión de la tierra vivía el hombre, vivían las generaciones, vivían las razas, vivían los pueblos, vivía, en fin, el género humano y con él vivía la verdad, y con ella la civilización. Allí, pues, donde se alza la verdad surge el progreso, allí donde cae la verdad se hunde la civilización.

Establecido el influjo civilizador de la verdad, pasaré a fijar el influjo del arte en la civilización. Empezaré por confesar que no sé a punto fijo cuántas definiciones habrán sido dadas por los pensadores que se han ocupado en analizar el arte; de todas maneras, creo que sin temor de equivocamos, podemos afirmar que, así como la civilización no es más que la verdad aplicada a la vida del género humano hasta en sus últimas consecuencias, así también el arte no es más que la verdad cristalizada en los hechos.

Los filósofos enseñan que es un conjunto de reglas que sirven de norma para hacer una cosa con perfección. Y bien: la perfección sólo existe, sólo surge allí donde reina soberanamente la verdad, porque la verdad considerada en sus relaciones con los hechos que son objeto del arte, en otros términos, la verdad vista en los puntos de contacto que tiene con el arte, no es más que el equilibrio que en las relaciones creadas por la mano del hombre exigen los principios inconmovibles del orden.

Una vez un hombre sintió de súbito soplar sobre su frente un aire suave que le causó, sin embargo, un estremecimiento hondo, un sacudimiento profundo y extraño; luego surgió en su fantasía una visión esplendorosa: era la imagen de un mármol tallado con maestría incomparable.

El artista contempló la visión de su espíritu, se extasió ante ella y derramó un torrente de lágrimas… después tomó un buril y una piedra y quiso que, en cada trazo, que, en cada línea, en el tamaño, en la figura, en fin, en todo, estuviera el equilibrio exigido por el orden: la verdad había manejado aquel buril y había tocado aquel mármol, y Fidias[1] ascendió definitivamente a las cumbres de la inmortalidad.

Otra vez un pensador que poseía un gran talento y una palabra poderosa y elocuente quiso fijar el origen de las sociedades y sobre todo se propuso establecer las reglas que forman el arte de gobernar a los pueblos; su inteligencia había padecido un gran extravío, pero resonó su palabra soberanamente elocuente y casi todos los pueblos aceptaron su sistema. El extravío de aquel pensador pasó de las inteligencias a los hechos, la catástrofe empezó y es hora en que el cataclismo no termina aún.

Pero ¿queréis ver con más claridad y precisión el influjo del arte en la civilización? Basta con fijar la mirada en esos adelantos, en ese esplendor material que nos rodea y poner nuestras pupilas en las conquistas realizadas por el derecho y la libertad, pues en todo encontraréis ciertamente el influjo indirecto y remoto de la ciencia, pero también os hallaréis frente a frente del influjo directo e inmediato del arte. Porque si la ciencia es un movimiento que nos eleva sobre la materia y nos arrebata al mundo de las ideas, el arte, de un modo inverso, es un descendimiento que nos hace bajar del mundo de las inteligencias a la región de los hechos. De este modo el arte es el punto que pone en contacto la idea y la materia, el pensamiento y lo que impresiona los sentidos; es, en fin, la ciencia, obrando sobre la humanidad en su vida práctica. Su poder civilizador es, pues, inmenso, trascendental. ¡Oh! Sí: él se convierte, con la Lógica, en norma suprema a que deben sujetarse las inteligencias para avanzar derecha e impetuosamente hacia la verdad; se hace en la Moral la medida a que deben someterse los corazones para estar en posesión de la virtud y del bien; él, finalmente, en la Retórica, en la Música, en la Arquitectura y en todo lo que es arte, es orientación suprema de las generaciones.

Pero si de un modo general puede decirse que el arte ejerce un influjo trascendental en la civilización, otro tanto y con mayor razón podemos afirmar de las artes denominadas bellas.

Hace pocos momentos dijimos que el arte no es más que la verdad cristalizada en los hechos, el poder de la verdad puesta en acción, la verdad desbordándose a través de la vida fuertemente agitada del género humano. Ahora bien: el bello arte no es sólo la verdad cristalizada en los hechos, no es sólo la verdad puesta en acción, no es sólo la verdad encendiéndolo e inflamándolo todo, no; el bello arte es un poder añadido a otro poder, es una fuerza añadida a otra fuerza, es el poder y la fuerza de la verdad unidos al poder y la fuerza de la belleza; es la fusión soberbiamente magnífica y admirable de lo más grande y de lo más fuerte, es, por último, la verdad cristalizada en el prisma policromo y encantador de la belleza.

No es extraño, pues, que ejerza un influjo superior al de las demás artes y que sea el elemento civilizador por excelencia. Porque al fin y al cabo nosotros encontramos en la humanidad dos grandes poderes: el poder de arriba y el poder de abajo; el poder de la idea y el poder de la materia; el poder del pensamiento y el poder de lo que impresiona los sentidos, y si civilizar es influir poderosa y fuertemente en el género humano para que se desarrolle armoniosa y convenientemente, y si ese influjo debe hacerse sentir en todo lo que es la humanidad, será elemento civilizador por excelencia aquello que conquiste lo de arriba y rinda lo de abajo, aquello que triunfe del pensamiento y rinda la materia.

Y en el bello arte encontramos realizadas admirablemente estas condiciones, pues hay en él la verdad, que es lo único que puede vencer la resistencia de la idea, y la belleza, que ha ejercido y ejerce en el espíritu humano una influencia decisiva, incontrastable.

Por otra parte, las grandes ideas, que son las causas generadoras de la civilización, son generalmente el patrimonio exclusivo de las inteligencias privilegiadas; pero la civilización no es, ni ha sido, ni puede ser la posesión de la verdad y del bien en favor de unos cuantos, sino la participación de la verdad y del bien en su mayor amplitud.

Urge, pues, que la verdad, lejos de permanecer recluida en el cerebro de algunos se propague como la luz, se difunda como el aire y se esparza como el agua que cae de los cielos; pero la palabra del genio es demasiado espiritual, en tanto que el modo de concebir de los demás hombres es demasiado material, ya que el primero vive en la región de las ideas y los segundos viven con y para la materia. Preciso es encontrar, pues, un medio dé materializar en cuanto sea posible el pensamiento, y esto de nuevo lo encontramos en el bello arte, que no solamente sensibiliza en cuanto es posible el pensamiento, sino que lo envuelve en el ropaje esplendoroso de la belleza.

He estado, por tanto, del lado de la verdad al afirmar que el bello arte es uno de los elementos civilizadores más poderosos, y más aún cuando dije que él es un poder civilizador por excelencia.

Señores: en estos instantes inmensamente solemnes para mí, me hallo delante de un grupo de jóvenes que han querido colocarse y detenerse en la línea, en el punto que pone en contacto el mundo de las inteligencias y el mundo de los cuerpos, la idea y la materia, el pensamiento y lo que impresiona los sentidos, el mundo de las ilusiones que aletean en tomo de la juventud como bandada de aves que han dejado sus nidos para teñir sus alas con la luz de la mañana y el de los desengaños que revolotean alrededor de la vejez cansada y marchita.

Cada uno de estos soñadores, o lleva en su diestra un arpa para envolver en sus estrofas las visiones de su alma o lleva en sus labios un período para cristalizar en él la concepción de su espíritu. Ellos ascenderán audazmente a la cumbre más alta para tomar el pensamiento de las inteligencias privilegiadas, bajar luego y allí, a lo largo de la carretera inmensa, hacer que cristalice la verdad que se difunda como el aire, que se propague como la luz, que se esparza como el agua que cae del firmamento. Ellos, a través del color, de la línea y del sonido, harán percibir a la humanidad los grandes pensamientos, que son los únicos que regeneran, que engrandecen y que civilizan. Ellos, en alas de la belleza subirán a las regiones en que surgen y brillan los conceptos inaccesibles y luego, en medio del mar revuelto de los tiempos, encenderán un fanal que alumbre las playas desconocidas y las costas más remotas. Ellos, en fin, quieren hacer labor honda de engrandecimiento y civilización.

¿Queréis vosotros también contribuir al progreso? ¿Queréis poner, aunque sea un grano de arena en el edificio enorme y grandioso de la civilización? Pues buscad las creaciones del artista, id tras las visiones del genio, procurad las obras del Dante, de Rafael y de Miguel Ángel. De este modo habréis puesto vuestra alma en contacto con las concepciones esplendorosas que, como el sol, deben poner su luz en todos los senderos y en todos los campos desolados y entristecidos. ¡Ah! Pero no olvidéis jamás que solamente allí donde surge la verdad se alza el progreso; que allí donde cae la verdad se hunde la civilización, que el arte sólo existe, sólo se alza allí donde se levanta la verdad cristalizada en los hechos, y que el bello arte sólo se encuentra allí donde esplende la verdad cristalizada en el prisma policromo y encantador de la belleza.

 

[1] Nota aclaratoria: Fidias (Atenas, hacia 500 a. C.-Olimpia o Atenas, h. 431 a. C.) fue el más famoso de los escultores de la Antigua Grecia. Vivió en la época de Pericles, que fue su principal protector y le encargó la dirección de su gran proyecto de la reconstrucción de la Acrópolis de Atenas. Se encuadra en la etapa conocida como «primer clasicismo griego». Sus obras más célebres fueron la estatua de la diosa Atenea del Partenón (Atenea Partenos) y la estatua de Zeus en Olimpia,