EL NUEVO HIPÓCRITA

Por: G. K. Chesterton

Esta nueva y borrosa cobardía política ha condenado a la inutilidad el viejo sentido del compromiso inglés. La gente ha empezado a aterrorizarse ante las mejoras, simplemente porque son completas. Llaman utópico y revolucionario al hecho de que cualquiera pueda hacer realmente las cosas a su modo, o a que algo pueda hacerse realmente, y pueda completarse. El compromiso solía significar que media barra de pan era mejor que nada de pan. Parece que entre los estadistas modernos significa realmente que media barra es mejor que una barra entera.

Como ejemplo para ilustrar el argumento, expongo el caso de nuestras eternas leyes de educación. Hemos conseguido inventar un nuevo tipo de hipócrita. El antiguo hipócrita, un Tartufo o un Pecksniff, era un hombre con unos objetivos realmente mundanos y prácticos, pero pretendía hacernos creer que eran religiosos. El nuevo hipócrita es un hombre cuyos objetivos son realmente religiosos, pero pretende hacernos creer que son mundanos y prácticos. El reverendo Brown, ministro wesleyano, declara firmemente que no le importan nada los credos sino solo la educación; mientras tanto, el más crudo wesleyanismo le desgarra el alma. El reverendo Smith, de la Iglesia de Inglaterra, explica amablemente, con modales de Oxford, que la única cuestión que le importa es la prosperidad y eficiencia de las escuelas; mientras que, en realidad, todas las malas pasiones del coadjutor rugen en su interior. Es una lucha de credos disfrazándose de políticas. Creo que esos reverendos caballeros se perjudican a sí mismos; creo que son más piadosos de lo que quisieran admitir. La teología no ha sido suprimida (como suponen algunos) por considerarla un error. Está simplemente oculta, como un pecado. El doctor Clifford desea un ambiente auténticamente teológico, al igual que lord Halifax; lo que ocurre es que es un ambiente diferente. Si el doctor Clifford abogara francamente por el puritanismo y lord Halifax abogara francamente por el catolicismo, habría alguna solución. Uno espera que todos seamos lo bastante imaginativos como para reconocer la dignidad y originalidad de otra religión, como el islam o el culto a Apolo. Yo estoy muy dispuesto a respetar la fe de otro hombre; pero es demasiado pedir que respete sus dudas, sus mundanos titubeos y sus ficciones, sus regateos políticos y sus farsas. La mayoría de los que no están conformes con el instinto de la historia inglesa pueden ver algo poético y nacional en el arzobispo de Canterbury como figura de arzobispo de Canterbury. Pero cuando este hace de racional estadista británico es cuando se sienten justificadamente molestos. La mayoría de los anglicanos a quienes les gusta el valor y la simplicidad podrían admirar al doctor Clifford en cuanto ministro baptista. Pero cuando dice que es simplemente un ciudadano es cuando nadie puede creerle de ninguna manera. Pero sin duda el caso es más curioso aún. El único argumento que solía esgrimirse a favor de nuestra vaga incredulidad era que, al menos, nos salvaba del fanatismo. Pero ni siquiera sirve para eso. Por el contrario, crea y renueva el fanatismo con una fuerza bastante peculiar en sí misma. Esto es al mismo tiempo tan extraño y tan cierto que llamaré la atención del lector sobre ello con un poco más de precisión.

A algunas personas no les gusta la palabra dogma. Afortunadamente, son libres y hay una alternativa para ellos. Solo hay dos cosas, y solo dos, para la mente humana: un dogma y un prejuicio. La Edad Media era una época racional, una época de doctrina. Nuestra época es, como mucho, una época poética, una era de prejuicios. Una doctrina es un punto definido; un prejuicio es una dirección. Que se pueda comer un buey y no se pueda comer a un hombre es una doctrina. Que se pueda comer lo menos posible de cualquier cosa es un prejuicio, al que a veces se lo llama también un ideal. Una dirección es siempre mucho más fantástica que un plan. Preferiría tener el más arcaico mapa de la carretera a Brighton que una recomendación general de girar a la izquierda. Las líneas rectas que no son paralelas deben encontrarse al final; pero las curvas pueden seguir retorciéndose para siempre. Una pareja de amantes puede caminar junto a la frontera entre Francia y Alemania, uno a un lado y otro al otro, mientras no se les diga vagamente que se mantengan alejados el uno del otro. Y esa es una parábola estrictamente cierta sobre el efecto que produce nuestra moderna vaguedad, cuando pierde y separa a los hombres como si estuvieran sumidos en la niebla.

No es cierto que un credo una a los hombres. No, una diferencia de credos une a los hombres mientras sea una diferencia clara. Una frontera une. Muchos magnánimos musulmanes y caballerosos cruzados debieron de estar más cerca unos de otros, porque ambos eran dogmáticos, que dos agnósticos desamparados en un banco de la capilla del señor Campbell. «Yo digo que Dios es Uno», y «Yo digo que Dios es Uno y también Tres», es el principio de una buena amistad masculina y pendenciera. Pero nuestra época convertirá esos credos en tendencias. Dirá al trinitario que siga la multiplicidad como tal (porque ese es su «temperamento») y aparecerá más tarde con trescientas treinta y tres personas en la Trinidad. Mientras tanto, convertirá al musulmán en monista: una trágica decadencia intelectual. Obligará a esa persona previamente saludable no solo a admitir que hay un solo Dios, sino a admitir que no hay nadie más. Cuando cada uno haya seguido durante el espacio de tiempo suficiente el brillo de su propia nariz (como el Dong), ambos aparecerán de nuevo, el cristiano como politeísta y el musulmán como panegoísta, ambos bastante furiosos y mucho menos dispuestos a entenderse mutuamente que antes.

Pasa exactamente lo mismo con la política. Nuestra vaguedad política divide a los hombres, no los fusiona. Los hombres caminarán por el borde de un abismo con tiempo claro, pero se alejarán de él si hay niebla. Así un tory puede caminar por el mismísimo borde del socialismo si sabe lo que es el socialismo. Pero si le dicen que el socialismo es un espíritu, una sublime atmósfera, una noble e indefinible tendencia, vaya, pues se mantendrá apartado, y con toda la razón. Se puede contestar una afirmación con una discusión; pero el fanatismo saludable es el único modo en que uno puede enfrentarse a una tendencia. Me dicen que el método japonés de lucha consiste no en la presión repentina, sino en el ceder repentino. Esta es una de las muchas razones por las que no me gusta la civilización japonesa. Usar la rendición como un arma es lo peor del espíritu oriental. Pero sin duda no hay mayor fuerza a la que enfrentarse que aquella que es fácil de conquistar; la fuerza que siempre cede y luego vuelve. Esa es la fuerza de un gran prejuicio impersonal, como el que posee al mundo moderno en tantos aspectos. Contra esto no hay más arma que la rígida cordura acerada, la resolución firme de no escuchar los caprichos de moda y de no dejarse infectar por las enfermedades.

En resumen, la fe racional humana debe protegerse con prejuicios en una época de prejuicios, igual que se protegió con lógica en una época de lógica. Pero la diferencia entre los dos métodos mentales es notable e inconfundible. La diferencia esencial es la siguiente: los prejuicios son divergentes, mientras que los credos están siempre en colisión. Los creyentes tropiezan unos con otros, mientras que los fanáticos se mantienen apartados del camino de los demás. Un credo es una cosa colectiva, e incluso sus pecados son sociables. Un prejuicio es una cosa privada, e incluso su tolerancia es misantrópica. Lo mismo ocurre con nuestras divisiones ya existentes. Se mantienen apartadas del camino; el discurso tory y el discurso radical no se contestan el uno al otro; se ignoran. La auténtica controversia, las disputas sinceras delante de un público normal, se ha convertido en algo muy raro en nuestra época. Pues el auténtico polemista es por encima de todo un buen oyente. El entusiasta realmente ardiente nunca interrumpe; escucha los argumentos del enemigo con tan buena disposición como un espía escucharía los planes del enemigo. Pero si tratamos de discutir en serio con un periódico moderno de política de la oposición, descubriremos que no se admite ningún término medio entre la violencia y la evasión. No tendremos más respuesta que la vulgaridad o el silencio. Un editor moderno no debe tener el oído atento que acompaña a una lengua honesta. Puede ser sordo y mudo; y a eso se le llama «dignidad». O puede ser sordo y ruidoso; y a eso se le llama «periodismo mordaz». En ninguno de los dos casos hay controversia alguna; pues el objeto de los combatientes de los partidos modernos es golpear fuera del alcance del oído.

La única cura lógica para todo esto es la afirmación de un ideal humano. Al enfrentarme a ello, trataré de ser tan poco trascendental como pueda sin faltar a la razón; baste decir que a menos que tengamos alguna doctrina sobre la divinidad del hombre, cualquier abuso podrá perdonarse, ya que la evolución puede hacer que resulte útil. Es fácil para el plutócrata científico mantener que la humanidad podrá adaptarse a cualquier condición que ahora consideramos mala. Los antiguos tiranos invocaban el pasado; los nuevos tiranos nos dirán que la evolución ha producido el caracol y el búho: la evolución puede producir un trabajador que no requiera más espacio que un caracol y no más luz que un búho. El empleador no tiene por qué preocuparse por mandar a un kafir a trabajar bajo tierra; pronto se convertirá en un animal subterráneo, como un topo. No tiene por qué preocuparse por mandar a un buceador a contener la respiración en los profundos mares; pronto se convertirá en un animal de las profundidades. El hombre no tiene por qué preocuparse por alterar las circunstancias; las circunstancias pronto alterarán al hombre. La cabeza puede ser golpeada hasta que se adapte al sombrero. No le quiten las cadenas al esclavo, golpeen al esclavo hasta que olvide las cadenas. A todos estos modernos argumentos a favor de la opresión, la única respuesta adecuada es que hay un ideal humano permanente que no debe confundirse ni destruirse. El hombre más importante de la tierra es el hombre perfecto que no existe. La religión cristiana nos ha revelado la cordura definitiva del Hombre, que debe juzgar la verdad humana y encarnada, dicen las Escrituras. Nuestras vidas y leyes no son juzgadas por la divina superioridad, sino simplemente por la perfección humana. Es el hombre, dice Aristóteles, el que es la medida. Es el Hijo del Hombre, dicen las Escrituras, el que juzgará a los vivos y a los muertos.

Por lo tanto, la doctrina no provoca disensiones; por el contrario, solo una doctrina puede curarlas, Pero es necesario que nos preguntemos de manera general qué forma abstracta e ideal que adoptaran el Estado o la familia podría saciar el hambre humana, dejando a un lado el hecho de que podamos conseguirla o no. Pero cuando nos paramos a preguntar cuál es la necesidad de los hombres normales, cuál es el deseo de todas las naciones, cuál es la casa ideal, o la carretera, o la regla, o la república, o el rey, o el sacerdocio, entonces nos enfrentamos a una extraña e irritante dificultad propia del tiempo presente; y tenemos que hacer un alto temporal y examinar ese obstáculo.