Lo Que Está Mal en el Mundo

Por: G. K. Chesterton (1910)

LA FALTA DE HOGAR DEL HOMBRE I

  1. SE BUSCA UN HOMBRE POCO PRÁCTICO

Hay un chiste filosófico popular que pretende tipificar las discusiones inútiles y eternas de los filósofos; me refiero al chiste sobre qué fue primero, si el huevo o la gallina. No estoy seguro de que, entendida debidamente, sea una pregunta tan fútil. No entraré aquí en esas profundas diferencias metafísicas y teológicas acerca de si el debate sobre el huevo y la gallina es de tipo frívolo, aunque muy oportuno. Los materialistas evolucionistas están debidamente representados en la visión de que todas las cosas proceden de un huevo, un lejano y monstruoso germen ovalado que se puso a sí mismo por casualidad. La otra escuela de pensamiento sobrenatural (a la que personalmente me adhiero) se acogería a la feliz idea de que este redondo mundo nuestro no es más que un huevo empollado por un sagrado pájaro no engendrado; la paloma mística de los profetas. Pero es para funciones mucho más humildes para las que apelo aquí al terrible poder de semejante distinción. Esté o no esté el pájaro vivo en el principio de nuestra cadena mental, es absolutamente necesario que esté al final de nuestra cadena mental. El pájaro es aquello a lo que debemos apuntar, no con un arma, sino con una varita mágica portadora de vida. Lo esencial en nuestra correcta manera de pensar es esto: que el huevo y el pájaro no deben considerarse como acontecimientos cósmicos alternativamente recurrentes para siempre. No deben convertirse en un simple modelo repetitivo de huevo y ave, como el modelo repetitivo del óvolo en una greca ornamental. Uno es un medio y el otro es un fin; están en mundos mentales diferentes. Dejando a un lado las complicaciones de la mesa del desayuno, en un sentido elemental el huevo solo existe para producir a la gallina. Pero la gallina no solo existe para producir otro huevo. También puede existir para divertirse, para alabar a Dios, e incluso para sugerir ideas a un dramaturgo francés. Al ser una vida consciente, es, o puede ser, valiosa en sí misma. Pero nuestra moderna política está grávida de un sonoro olvido; se olvida de que la producción de esta vida feliz y consciente es después de todo el objetivo de todas las complejidades y compromisos. No hablamos más que de hombres útiles e instituciones que funcionan; esto es, solo pensamos en las gallinas como en cosas que ponen más huevos. En lugar de tratar de criar a nuestro pájaro ideal, como el águila de Zeus o el Cisne de Avon, o lo que queramos, hablamos en términos del proceso y del embrión. El proceso en sí mismo, divorciado de su objeto divino, se vuelve dudoso e incluso mórbido; entra veneno en el embrión de todo; y nuestra política se convierte en un montón de huevos podridos.

El idealismo solo consiste en considerarlo todo en su esencia práctica. El idealismo solo significa que debemos considerar un atizador como algo que sirve para atizar el fuego antes de hablar de si es adecuado para pegar a una mujer; deberíamos preguntar si un huevo es lo suficientemente bueno para la avicultura práctica antes de decidir que el huevo es lo bastante malo para la política práctica. Pero sé que este enfoque primario de la teoría (que no es más que apuntar al objetivo) le expone a uno a ser tristemente acusado de estar tocando el violín mientras arde Roma. Una escuela, representada por lord Rosebery, se ha esforzado por sustituir los ideales morales y sociales que, hasta ahora, habían sido motivo político, por una coherencia o plenitud general en el sistema social que se ha ganado el nombre de «eficiencia». No estoy muy seguro de cuál sea la doctrina secreta de esa secta sobre el asunto. Pero, por lo que puedo deducir, «eficiencia» significa que debemos descubrirlo todo sobre una máquina, salvo para qué sirve. Ha prosperado en nuestro tiempo la más singular de las suposiciones: aquella según la cual, cuando las cosas van muy mal, necesitamos un hombre práctico. Sería más acertado decir que cuando las cosas van muy mal, necesitamos un hombre no práctico. Ciertamente, al menos, necesitamos un teórico. Un hombre práctico significa un hombre acostumbrado a la simple práctica diaria, a la manera en que las cosas funcionan normalmente. Cuando las cosas no funcionan, has de tener al pensador, el hombre que posea cierta doctrina sobre por qué no funcionan. Está mal tocar el violín mientras arde Roma; pero está bastante bien estudiar la teoría hidráulica mientras arde Roma. Debemos, pues, abandonar nuestro agnosticismo diario y tratar de rerum cognoscere causas. Si tu aeroplano tiene una ligera avería, un hombre mañoso puede arreglarlo. Pero si la avería es grave, es mucho más probable que nos veamos obligados a sacar a rastras de una facultad o laboratorio a un viejo profesor despistado con el pelo blanco despeinado para que analice el mal. Cuanto más complicada es la avería, más canoso y despistado deberá ser el teórico necesario para ocuparse de ella; y en algunos casos extremos, nadie sino el hombre (probablemente chiflado) que inventó tu nave voladora podrá decir seguramente qué le pasa.

La «eficiencia», naturalmente, es inútil por la misma razón por la que los hombres fuertes, la fuerza de voluntad y el Superhombre son inútiles. Es decir, es inútil porque solo se enfrenta a las acciones después de que estas hayan sido llevadas a cabo. No dispone de una filosofía para los incidentes antes de que ocurran; por lo tanto, no tiene capacidad de elección. Un acto solo puede ser un éxito o un fracaso cuando ha acabado; si aún no ha empezado, puede ser, de manera abstracta, correcto o incorrecto. No cabe respaldar a un ganador, pues no puede ser un ganador si ha sido respaldado. No es posible luchar en el lado ganador; se lucha para averiguar cuál es el lado ganador. Si ha tenido lugar una operación, esa operación era eficiente. Un sol tropical es eficiente cuando vuelve a la gente perezosa igual que un capataz de Lancashire puede obligarla a ser enérgica. Maeterlinck es tan eficiente colmando a un hombre de extraños temblores espirituales como los señores Crosse y Blackwell lo son colmando a un hombre de mermelada. Pero todo depende de aquello de lo que uno quiere estar lleno. Lord Rosebery, que es un escéptico moderno, prefiere probablemente los temblores espirituales. Yo, que soy un cristiano ortodoxo, prefiero la mermelada. Pero ambos hechos son eficientes cuando se han efectuado; e ineficientes hasta que han sido efectuados. Un hombre que piensa mucho en el éxito debe ser el más soñoliento de los sentimentales, pues debe estar siempre mirando hacia atrás. Si solo le gusta la victoria, siempre debe llegar tarde a la batalla. Para el hombre de acción no hay sino el idealismo.

Este ideal definitivo es un asunto mucho más urgente y práctico en nuestro actual problema inglés que cualquier plan o propuesta inmediata. Pues el caos actual se debe a una especie de olvido generalizado de aquello que todos los hombres pretendían. Ningún hombre pide lo que desea; cada hombre pide lo que imagina que puede conseguir. Pronto la gente olvida lo que el hombre quiso al principio y, tras una vida política triunfante y vigorosa, lo olvida él mismo. El conjunto es un extravagante cúmulo de platos recalentados, un pandemónium de males menores. Pero este tipo de flexibilidad no se limita a impedir cualquier heroica coherencia; también impide cualquier compromiso realmente práctico. Solo se puede encontrar la distancia media entre dos puntos si los dos puntos permanecen quietos. Podemos organizar cualquier arreglo entre dos litigantes que no son capaces de conseguir lo que quieren, pero no podemos arreglar nada si ni siquiera nos dicen lo que desean. El dueño de un restaurante preferiría con mucho que cada cliente le hiciera su pedido con inteligencia, aunque fuera estofado de ibis o elefante cocido, en lugar de que cada cliente permaneciera sentado con la cabeza entre las manos, sumido en cálculos aritméticos sobre cuánta comida puede haber en el lugar. La mayoría de nosotros hemos tenido que soportar a cierto tipo de damas que, debido a su perversa generosidad, dan más problemas que las egoístas; que casi claman por el plato menos popular y pelean por el peor asiento. La mayoría de nosotros hemos conocido fiestas o expediciones llenas de esa hormigueante masa de autoanulación. Por motivos mucho más mezquinos que los de esas admirables mujeres, nuestros prácticos políticos mantienen las cosas sumidas en la misma confusión mediante la misma duda sobre sus demandas reales. No hay nada que dificulte tanto un acuerdo como una maraña de pequeñas concesiones. Nos vemos desconcertados por todas partes por políticos que están a favor de la educación laica, pero creen que es inútil luchar por ello; que desean el prohibicionismo total, pero están seguros de que no lo van a exigir; que lamentan la educación obligatoria, pero se resignan a ella; o que son partidarios del derecho de propiedad del campesinado y por tanto votan en contra. Es este oportunismo confuso y vago el que se atraviesa en cada revuelta del camino. Si nuestros hombres de Estado fueran visionarios, se podría llegar a hacer algo práctico. Si pedimos algo abstracto, podemos obtener algo concreto. De momento, no solo es imposible conseguir lo que se quiere, sino que es imposible conseguir siquiera una parte de ello, porque nadie puede señalarlo claramente como en un mapa. Esa cualidad clara e incluso dura que encontrábamos en la antigua costumbre del regateo ha desaparecido totalmente. Olvidamos que la palabra compromiso contiene, entre otras cosas, la rígida y sonora palabra promesa. La moderación no es vaga; es tan definida como la perfección. El punto medio es tan fijo como el punto extremo.

Si un pirata me hace caminar por la plancha, no sirve de nada que yo ofrezca, como compromiso de sentido común, recorrer un trecho razonable de ella. El pirata y yo diferimos precisamente sobre cuál es el trecho razonable. Hay una matemática y exquisita fracción de segundo en la que la plancha cede. Mi sentido común acaba justo antes de ese instante; el sentido común del pirata empieza justo más allá de él. Pero el propio punto es tan preciso como cualquier diagrama geométrico; tan abstracto como cualquier dogma teológico.